Entradas

Hambrienta

Abigaíl Morgan estaba sentada en aquel frío banco de madera, una gotera contaba los segundos que pasaban. Tik, tik, tik, tik y luego otro tik, y otro más sin parar. Ronald había sido separado de ella y, a pesar de que sabía que lo iban a regresar a la fría y sucia celda en la que se encontraban, podía escuchar sus gritos de dolor. Le rompían los huesos uno a uno, tenían 28 oportunidades solo en los  dedos  de las manos para hacerlo confesar un crimen que no cometió. Brujería, eras brujo si tenías un gato, una escoba y un sombrero. No había que volar, ni hacer encantamientos; bastaba con saber calmar la fiebre y crear fuego sin leña para ser acusado de brujería. Ronald sabía los remedios tradicionales de la tribu nativa a la cual su abuela había pertenecido. Ka’kuinet le enseñó a Ronald a usar cebolla para las quemaduras, sábila para la resequedad, bicarbonato para la acidez, miel para las cortadas, suturas y cauterización. Usaban esos conocimientos para ayudar a los demás miembros de l

La Foto

La foto llegó subida en una carcasa con ruedas de color azul, iba en la mano de una mujer tan triste como satisfecha, la pañoleta que cubría parcialmente su cabeza era de flores, traía lentes oscuros y una sonrisa macabra. En la foto no había mucho para ver, no estaba sucediendo nada paranormal o especialmente novedoso; en ella solo había vergüenza y lástima. En la foto aparecía una mujer desnuda intentando a duras penas cubrir su cuerpo, pero eso era lo que menos quería cubrir, en realidad ella quería cubrir su cara. Un hombre reposaba a un lado desnudo y confundido, parece no haberle dado tiempo de observar, analizar y reaccionar ante la situación; no reconoció a su mujer cuando llegó al hotel por tal vestimenta, no recordaba haber dejado la puerta abierta, pero para la fortuna de ella y la desgracia de él y su amante, así había sido.   El nombre de quien tomó la foto ya fue olvidado, pero el nombre de la dueña de aquel rostro anonadado se conocía, Teresa. No había nada de alarma

El Cepillo de Dientes

Es uno de los instrumentos de higiene más conocido en el mundo, probablemente todos tengamos uno, algunos más sofisticados que otros, pero todos tenemos un cepillo de dientes. No es más que un mango de plástico con una cabeza que posee algunas cuantas cerdas de fibras sintéticas. Acompañado de crema o pasta dental, se usa para mantener la higiene bucal, remover la placa, hacer ver limpios los dientes y proveer un aliento fresco. Apuesto a que todo esto ya lo sabías, pero ¿y si el cepillo dental fuera más que eso? Soy una fiel creyente de que a las cosas no hay que verlas por lo que son, que aburrido es ser la especie dominante en el planeta y no buscarle a las cosas una función más trascendental. No voy a permitir que tu cepillo se quede siendo el objeto con el que te quitas la cochinada que tienes adherida a los dientes. Tu cepillo de dientes te conoce, probablemente más que tu. Tu boca es, de tu cuerpo, uno de los lugares más sucios y ricos de información de ti, tus dientes son

La Bailarina en la Sala

Hacía años que sabía que quería ser parte del personal de salud de un hospital, alguien primordial en la respuesta a los pacientes, tratar emergencias y crisis. Por mi condición, la cardiología parecía lo más adecuado. Nunca quedé en la carrera que quería, pero no me rendí por eso. Estudie emergencias médicas, tal vez se conozca más como urgencias prehospitalarias. Aprendí cada paso de atención y primera respuesta a cada emergencia que me planteaban y construí emergencias desde fatalistas hasta absurdas para prepararme mejor, y así sentir que podría solventarlas todas. Leí cada libro, artículo y guía habida para el campo, incluso retrasé mis pasantías hasta que sintiera estar lista para afrontar las emergencias y hacer lo mejor posible, yo no podía fracasar, porque se trataba de la vida de las personas que, al igual que yo, luchaban por aferrarse a este mundo. Practiqué con muñecos, cadáveres y hasta compañeros para hacerme mejor; pero ningún libro me habló de lo que en realidad era un

Disputas, Relojes y Corazones

Hay prisiones sin barrotes y se puede dar azotes sin usar un látigo. El quirófano era un espacio virgen, puro e inmaculado, detrás de mi cabeza estaba un hombre listo para mi muerte, aunque no la esperaba, en sus manos habitaba una jeringa que ya se me hacía familiar, la anestesia. Junto a él, su asistente tenía lista otras agujas más, suficientes para hacerme lucir como un erizo; los suministros necesarios para el procedimiento reinaban en la esquina superior izquierda. Hacia la derecha, una máquina les indicaba a todos que seguía con vida, ahí mis latidos y respiraciones eran cuantificadas en colores, si alzaba la cabeza para ver mis pies, los destellos de la luz reflejada sobre los instrumentos me daba en los ojos. En total, hacíamos la suma de ocho personas ahí, la mesa estaba fría y en el techo había espejos y de un momento a otro solo hubo oscuridad. Hacía cinco años atrás cuando me preparaba para ingresar en otro quirófano, un simple proceso de rutina, no serían más de 40 minuto

Lluvia de Agujas

La mesa era larga, casi 30 puestos ocupados por la élite médica del mundo. Ginebra se había tornado en una ciudad tragada por una nube que parecía más densa que la sangre coagulada, afuera hacían 16ºC, pero adentro unos 25º según el termostato del salón blanco. Amanda se preguntaba por qué los médicos se sentían tan a salvo en un área que consideraban como estéril por ser blanca; si todos sabían que compartían, en una placa de petri gigante donde se horneaba, un caldo de cultivo con hongos, bacterias, virus y parásitos en cada milímetro cuadrado de aquel lugar.  La sesión fue presidida por la Dra. Corelli, que ya llevaba algunas horas tratando varios temas de importancia para la OMS, ella había sido nominada al premio Nobel años antes por descubrir un gen que se presumía como "el gen de la identidad sexual"; perdió el premio porque su investigación fue desmentida y desprestigiada por una agencia privada de genetistas que demostró mediante mecanismos contundentes que el gen Xq