La Foto

La foto llegó subida en una carcasa con ruedas de color azul, iba en la mano de una mujer tan triste como satisfecha, la pañoleta que cubría parcialmente su cabeza era de flores, traía lentes oscuros y una sonrisa macabra. En la foto no había mucho para ver, no estaba sucediendo nada paranormal o especialmente novedoso; en ella solo había vergüenza y lástima.

En la foto aparecía una mujer desnuda intentando a duras penas cubrir su cuerpo, pero eso era lo que menos quería cubrir, en realidad ella quería cubrir su cara. Un hombre reposaba a un lado desnudo y confundido, parece no haberle dado tiempo de observar, analizar y reaccionar ante la situación; no reconoció a su mujer cuando llegó al hotel por tal vestimenta, no recordaba haber dejado la puerta abierta, pero para la fortuna de ella y la desgracia de él y su amante, así había sido.  

El nombre de quien tomó la foto ya fue olvidado, pero el nombre de la dueña de aquel rostro anonadado se conocía, Teresa. No había nada de alarmante en aquella situación, al menos para la época. Dos personas estaban en un hotel, él estaba casado y  su esposa lo encontró en ese desafortunado escenario. La atmósfera se pone turbia cuando abrimos a un contexto un poco más amplio.

Aquellos dos apasionados amantes que fueron hallados in fraganti eran vecinos, sus puertas colindaban la una con la otra. En una de las casas un hombre salía todo el día a trabajar, dejando sola a su mujer por horas al cuidado de los niños; en la otra casa la situación era similar solo que, después del trabajo, el caballero en cuestión (si es que se puede llamar así), llegaba por una puerta trasera a la casa de la vecina, tomaba una taza de café mientras se intercambiaban sonrisas y miradas a escondidas del mundo, donde lo que hacían parecía más un accidente que cualquier otra cosa. En la casa de Teresa la situación escalaba cada vez más, de una sonrisa se pasaba a una caricia, de una caricia a un beso, de un beso al acuerdo de un encuentro y luego a otro encuentro hasta crearse un hábito que se transformó en costumbre.

En un mundo perfecto las cosas quedaron así, pero este no es un mundo perfecto.

Por el callejón donde se llegaba a la puerta trasera de Teresa, se llegaba a muchas otras puertas traseras, sin mencionar las ventanas de cuartos de lavandería, tendederos y balcones; lo que hacían no era una obra ante un público ciego, sino más bien una actuación que resultó servir de entretenimiento a aquellos quienes, ajenos al desastre dentro de su vida, preferían deleitarse en el desastre de la vida de otros.

Miradas desde arriba, luego un susurro, luego una llamada, tal vez uno que otro detalle agregado y todos juntos hicieron una película, tanto el que había visto como el que solo había escuchado, todos colaboraron a la creación de aquella foto.

El marido de Teresa, un albañil de oficio y borracho de profesión, llegaba muy ebrio y cansado para enterarse de aquella situación, no era un hombre particularmente fácil de manejar, era violento y luego de embarazar a Teresa por quinta vez no muchas cosas lo hacían del todo feliz en este mundo. Teresa en el aburrimiento de su morada había encontrado un golpe de suerte en un caballero gentil cansado de besar los mismos labios por tanto tiempo.

Un día, como era casi rutina en uno de los encuentros clandestinos que tanto disfrutaban, uno salió a las 7am, se montó en su auto y partió al motel donde el evento se llevaría a cabo. Teresa se vistió con un vestido negro y una pañoleta de flores, se puso unos lentes oscuros y partió con bolsas cual si fuera a hacer mercados.

Bethania, una amiga y vecina de la esposa que se quedaba en casa lavando la ropa de su marido, toco la puerta. Ella se secó las manos con el delantal y abrió la puerta.

“Ay, queridita. No te vayas a molestar conmigo porque apenas que esto me lo dijeron hace poco, y no te lo iba a decir sin comprobarlo, no habría llegado ante tu puerta sin armar todas las piezas del rompecabezas que tu esposo puso a todos nosotros en el arrabal. Anoche, Teresita le dijo a tu esposo que se verían en un motel de la avenida Canguro, deberías ir y averiguar qué está pasando, porque más de uno sabe de esto y al ver tu cara puedo adivinar que yo soy la primera en decírtelo. Perdóname, pero como tu amiga que me considero, me niego a que te vea la cara de tonta.”

Aquella mujer no supo qué hacer, pálida y temblando de dolor o de ira, se vistió tan rápido como pudo y le pidió a Bethania que la dejara en la esquina del placer de la avenida Canguro. Despidió agradeciendo a su amiga y enfundada en ira, odio, dolor, rojo y negro, pasó aquella recepción y solicitó que la mujer detrás del escritorio le indicara la habitación que había registrado su marido, el idiota ni siquiera había tomado la molestia de cambiar su nombre, aunque sea usar el segundo nombre. La habitación 17 fue víctima de la intrusión de una mujer celosa, pero no estúpida. Antes de entrar tomó la perilla muy lentamente y con delicadeza giró el pomo para verificar que la habitación estuviera abierta. Una vez confirmado aquello su corazón se aceleró al escuchar aquellos sonidos entre placenteros y guturales que provenían del interior. Tomó el pesado bolso que traía y sacó una cámara instantánea que había sido un regalo de su madrina de bodas. La polaroid no pesaba la mitad de aquella ancla que sentía la mujer amarrada a la garganta. Abrió la puerta de una vez subiendo la cámara a su rostro, colocó su ojo en la mirilla, lo que fueron segundos se sintieron como horas. El concentrado par no notaba su presencia, aprovechó un ángulo y lo único que se sintió luego de aquella luz parpadeante y rápida que vómito aquel flash fue vergüenza.

Tomó una foto tras otra. Teresa, entre la sorpresa y la confusión la reconoció tras la cámara. Trató de cubrir la escena, consiguiendo exponerse aún más. Las fotos cubrían la parte del suelo donde la ropa no había alcanzado y no se detuvieron hasta haberse acabado el papel. Al recogerlas todas aprovechó de guardar la cámara y por si acaso una que otra prenda que consiguió arrastrarse hasta sus manos.

Salió de aquel lugar y como había tomado el pantalón de su esposo, aprovechó de sacar las llaves del auto de su bolsillo y entonces se dirigió al estacionamiento. Ya sentada en la tranquilidad de aquella carrocería que olía al perfume de su marido, escogió una, la que más pudiera dar detalles sin demasiadas explicaciones. Fue aquella la foto seleccionada. En la paz de la venganza paseó con la radio encendida calle arriba y calle abajo, todos observaron y entendieron la foto. Para cuando Teresa regresaba envuelta de harapos que las amables camareras le habían prestado, se enfrentaba a miradas de juicio y asco mientras ascendía la calle principal.

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