Hambrienta

Abigaíl Morgan estaba sentada en aquel frío banco de madera, una gotera contaba los segundos que pasaban. Tik, tik, tik, tik y luego otro tik, y otro más sin parar. Ronald había sido separado de ella y, a pesar de que sabía que lo iban a regresar a la fría y sucia celda en la que se encontraban, podía escuchar sus gritos de dolor. Le rompían los huesos uno a uno, tenían 28 oportunidades solo en los dedos de las manos para hacerlo confesar un crimen que no cometió. Brujería, eras brujo si tenías un gato, una escoba y un sombrero. No había que volar, ni hacer encantamientos; bastaba con saber calmar la fiebre y crear fuego sin leña para ser acusado de brujería. Ronald sabía los remedios tradicionales de la tribu nativa a la cual su abuela había pertenecido. Ka’kuinet le enseñó a Ronald a usar cebolla para las quemaduras, sábila para la resequedad, bicarbonato para la acidez, miel para las cortadas, suturas y cauterización. Usaban esos conocimientos para ayudar a los demás miembros de la comunidad, eran buenas personas. Pero el juez sólo pudo reconocerlos como brujos. 

 

Ronald entendía cosas que esos neófitos no. Se dedicaba a propagar la salud, a prevenir a su comunidad sobre las normas de higiene y preparaba jabones y detergentes para evitar enfermedades. En pleno siglo XVII, aún tenían la concepción de personas que querían evitar grandes plagas, como la de la peste que había pasado hace tan solo 50 años. Casi todo el pueblo en el que vivían se había diezmado, de 100 familias que habían pertenecido a Treeland solo 20 quedaban completas. En las demás, algunas mujeres y niños habían sobrevivido y quedado solas luego de la muerte de sus esposos y padres; las mujeres que se conservaban vírgenes se unieron a conventos, los niños fueron llevados a un orfanato y unos pocos afortunados fueron recogidos por las demás familias. Pero los intercambios de alimentos, el ganado y la economía en general se habían casi extinguido por como los conocemos. Los Morgan fueron una de las pocas familias que se encerraron y aislaron durante casi 20 años para evitar contagiarse. 

 

Por su conocimiento de herbolaria, medicina, aislamiento y salubridad ahora eran considerados brujos. No hacía falta evidencia o testimonios, bastó con ver una olla de ungûento antimicótico para que fueran culpables. Los capturaron en una carroza tirada por un caballo negro y los encerraron en aquel nido de ratas sucio y maloliente en el que se encontraban. Ronald y ella habían quedado solos en una única celda, porque los demás acusados les tenían miedo. Cada 10 horas sus captores colocaban un cazo con una crema de calabaza y res fría que sabía asqueroso, pero ellos se la tomaban como si fuera la gloria. Solo un brujo podría hacer tal cosa. Ahora faltaba la confesión: Si confesaban irían a la horca, si no, debían pasar por una tortura primero. 

 

Pasó una noche, luego otra y otra más, en cada ocasión que volvía a estar con él le preguntaba por qué no terminaba con todo y confesaba. Él respondía que la ciencia no era un crimen, y que no confesaría por algo que no había cometido. Cuando ya había perdido la movilidad de ambas piernas y Abigaíl ya le había diagnosticado una gangrena le suplicó que hiciera que detuvieran esto, pero él, ciego de orgullo, se negaba. Noche tras noche la hora de retorno a la celda se hacía más tardía y la sopa en la bandeja se quedaba sin tocarse hasta que Abigaíl veía a su marido cruzar la puerta. Durante la madrugada llegaba tan lastimado que apenas si podía abrir los ojos, que ya de nada le servian. Sin manos y con las piernas inútiles; sólo un brujo podría vivir eso y continuar con vida. Pasaron los meses y la sopa llegó a congelarse, pero ella siempre estaba lista para ayudarlo a comer. “Puedes comer sin mí, cariño”, le decía él tiernamente, y ella solo lo miraba con preocupación. Trataba de hablarle cada día hasta la hora de su tortura e intentaba calmarle el dolor asfixiandolo hasta que quedara incosciente. 

 

En una noche helada la sopa esperaba intacta en la bandeja, pasó una hora y luego pasaron dos, llegó el amanecer, y las ratas aprovecharon la quietud de Abigaíl para alimentarse de su sopa. La noche posterior le pusieron más de lo mismo en el mismo tazón al que ya le empezaban a salir gusanos. Ella solo podía esperar a Ronald, pues sabía que su corazón se había detenido en uno de los interrogatorios, ya fuera por los golpes o por la gangrena. Vio la luna salir y esconderse un par de veces antes de quedarse dormida por la debilidad. Despertó en una bañera donde dos novicias lavaron su cuerpo y peinaron su cabello, la vistieron con un vestido negro y le rasgaron ambas mangas. La guiaron hasta el interior de lo que parecía una capilla, pasó su mirada sobre los rostros de quienes ahí estaban. Philipe Carson, Jeremiah Orwel, William White, Paul Green, Mathew Wethiang, Alphonse Mirrage y Andrew Derrick, todos parados frente a ella sonrientes.



-       Abigaíl Morgan - el párroco dominico estaba en el altar con ambas manos en alto -, es acusada de brujería, herejía y blasfemia. Con sus habilidades mantuvo con vida a un hombre que se hacía llamar su esposo incluso después de que el mismo fuese asesinado por usted misma cada noche. ¿Cómo se declara?

-        No he hecho ninguna de las acciones que usted ha mencionado - contestó ella sin moverse -, de hecho, lo que menciona ni siquiera es posible.

-        Además, ha hipnotizado a los caballeros aquí presentes para  intimar con usted de forma salvaje y ahora en su envenenamiento ni siquiera la confesión sagrada los ha librado de su hechizo - el clérigo continuó -, ahora han de sucumbir ante el embrujo y antes de hacerlo de manera ilícita, espero que se haga a los ojos del señor para que los pecados que han de cometer estos hombre sean expiados en este mismo momento. 

-        ¿Que di..?

 

Fue interrumpida por el puñetazo que le propinaron en la cara, su vestido fue rasgado, su piel cortada, su cabello arrancado, su ojo derecho vaciado y entre todos la violaron despiadadamente. Su cuello fue casi aplastado, trataron de asfixiarla, los golpes venían desde todos los ángulos, entre el dolor, el hambre, la deshidratación y la angustia, sintió una punzada en su cuello y sintió como perdía la consciencia. 



-        Abigaíl, mira como te han dejado. - un susurro le hablaba - No te merecías esto, eres una mujer de ciencia y amabilidad, ¿Por qué los buenos sufren mientras los malos quedan impunes? 

 

La mujer se levantó sin dolor ni sufrimiento, miró a los ojos a aquel ser luminoso. Él ser hablaba con compasión y cariño.



-        ¿Quién eres? - preguntó ella. - ¿Qué quieres? ¿Que me vas a hacer?

-        ¿Quién crees que soy, Abigail? - caminó hasta estar cerca de ella, la abrazó y susurró a su oído - Soy el portador de la luz que ciega a los ladrones, la luz que quema a los asesinos y que irradia como la esperanza de los que han sufrido. Soy Lucifer. Te quiero dar una oportunidad, agradece a Dios por la maravillosa vida que tuviste, pide el perdón por tus pecados, perdona aquí y ahora a los que te hicieron sufrir,  entrega tu alma y muere en las manos de Dios. 

-        ¿Viniste por mí? - dijo Abigail consternada al borde de las lágrimas - ¿Esto es todo? los malos se alimentan de valor por las virtudes que le otorgan los supuestos emisarios de un Dios  al que no le importo y debo estar agradecida por sentir el dolor. - Hizo una pausa y sonrió con amargura - No. Dile a Dios, si es que existe, que si alguien debe pedir perdón es él. 

 

Abigail se alejó de Lucifer y se quitó los zapatos, buscó la salida sin encontrar más que paredes de un laberinto que no paraba de cambiar. Pasaron varias horas en su camino, decidió buscar algo diferente a una salida, comida o agua, aunque no sentía sed o hambre. En realidad ni siquiera se sentía atrapada. Intentó volver sobre sus pasos para reencontrarse con la criatura. Cuando llegó al salón en donde despertó, aquél cálido hombre que había visto al llegar ya no existía, en su lugar había una bestia fétida, comiéndose un cuerpo pútrido, en lugar de miedo, sintió curiosidad. El hedor aumentaba conforme se acercaba, caminó lento, pero aquel pasillo parecía una milla entera; se sentía más lejano. Al acercarse, aquella bestia encorvada con patas de gallo y garras de león devoraba con su boca, lo único que se divisaba de su rostro desfigurado. Un ojo salía de su cabeza, sus costillas estaban cubiertas por una masa viscosa y palpitante, su pecho transparentaba un cilindro de plomo que le servía de corazón. En sus garras, devoraba una pierna humana y debajo de sí había una cabeza. Al percatarse de la vista de la mujer decidió mostrar lo que parecía una retorcida sonrisa, se levantó mostrando su espalda, ahora recta, donde cuernos salían de su columna. Caminó dos pasos y dio vuelta a la cabeza. Ronald Morgan, ahora decapitado, estaba siendo devorado por un demonio.

 

Abigail cayó al suelo desconsolada luego de aquella visión, intentó tocar la frente de Ronald y como ceniza en el viento, todo se esfumó. Hundió su cara en sus manos envuelta en ira y tristeza arrancó a llorar. 



-        Ese es su destino - susurró una voz sin cuerpo -,  ya que él no tuvo tiempo de pedir perdón, perdonar o agradecer, ahora será su destino ser devorado por un demonio, ese es tu destino también, , ya que te negaste a recibir la muerte por Dios. A menos que...

-        ¿Qué? - respondió la mujer entre lágrimas - ¿Qué puedo hacer para no terminar así?

-        Puedes aplazar tu destino por un mínimo precio - el ser con el que había hablado antes reapareció con un rostro lobuno y la mirada oscura -, tu alma. Te ofrezco todo lo que Dios te ha negado, lo que desees, puedes recuperar tu vida si la quieres. 

-        No quiero mi vida, solo mi alma, cuando esté en paz será tuya, pero mientras tanto, dejarás que mi alma se quede hasta que yo encuentre la paz - suplicó la mujer, aun con ira en su voz -, dame una oportunidad, no puedo simplemente morir así. 

-        Estas haciendo un pacto con el diablo - dijo el hombre - no te lo tomes a la ligera. Tu alma se quedará aquí y no se irá hasta que encuentres la paz.

 

El ser tocó a Abigail en el hombro y desapareció. 

 

Al terminar, la dejaron tirada en el piso hasta que finalmente pudo retomar el aliento e intentó sentarse. 



-       Ahora que entiendes la gravedad de los crímenes que has cometido, e incluso has tenido el descaro de cometerlos en la casa de Dios ¿cómo deseas morir, Abigaíl Morgan? ¿Horca u Hoguera?

-       Yo no he hecho nada que deba pagarse con la muerte - replicó ella entre lágrimas con un hilo de voz y sangre - pero en poco tiempo tu le rezaras al ser que nunca te ha de perdonar, la muerte. Elijo la horca. 

 

Al amanecer, todos los ciudadanos se habían reunido en la plaza mayor. Una mujer terriblemente herida, esperaba que el verdugo moviera una palanca. Abigail era ahora una visión de pesadilla, no podía sostenerse en pie, había perdido un ojo y varios dientes, su cuerpo estaba magullado, su pie derecho estaba roto, sus costillas estaban fracturadas, su cabellos había sido arrancado, su nariz estaba rota y apenas podía mover la manos. 



-       Abigail Morgan, ante el pueblo de Treeland, serás ejecutada por los crímenes de brujería, adulterio, herejía y blasfemia - el mismo clérigo de la capilla donde había sido violada hablaba ahora frente a los hombre y mujeres que habitaban aquel pueblo - ¿Cómo te declaras?

-       Soy… -inició con voz ronca sus palabras, sonrió enseñando su boca ensangrentada - Soy culpable de odiarlos a todos. Fui culpable de levantar sospechas. Seré la culpable de hacerlos arrepentirse de la decisión que han tomado. Los maldigo a todos, vivirán para ver sufrir a quienes aman. Sufrirán hasta que yo drene la última gota de voluntad que quede en sus cuerpos, sufrirán hasta que yo me coma la última gota de cordura que quede en sus mentes, se arrepentirán de haber decidido reproducirse, voy a vengarme de cada uno de ustedes y hasta del último de su estirpe. Aún ahorcada, les tomará tiempo deshacerse de mi cuerpo. Y si antes creían que era una bruja, deberían empezar a temer de lo que puedo hacer incluso muerta. 

 

Mientras los pobladores temblaban de miedo y rabia, el párroco dio la orden y el verdugo movió la palanca. El piso que estaba debajo de ella cedió y la cuerda rompió su cuello cuando su cuerpo fue halado por la gravedad.

 

Desde el bosque los cuervos alzaron vuelo, los carroñeros en las copas de los árboles rodearon la plaza y del cuerpo de Abigail un líquido oscuro surgió de sus ojos, oídos nariz y boca; y el sonido de una risa estruendosa que los atormentaría por mucho tiempo empezó a hacer eco en la frontera de la parte más oscura del bosque. 

 

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