Disputas, Relojes y Corazones
Hay prisiones sin barrotes y se puede dar azotes sin usar un látigo. El quirófano era un espacio virgen, puro e inmaculado, detrás de mi cabeza estaba un hombre listo para mi muerte, aunque no la esperaba, en sus manos habitaba una jeringa que ya se me hacía familiar, la anestesia. Junto a él, su asistente tenía lista otras agujas más, suficientes para hacerme lucir como un erizo; los suministros necesarios para el procedimiento reinaban en la esquina superior izquierda. Hacia la derecha, una máquina les indicaba a todos que seguía con vida, ahí mis latidos y respiraciones eran cuantificadas en colores, si alzaba la cabeza para ver mis pies, los destellos de la luz reflejada sobre los instrumentos me daba en los ojos. En total, hacíamos la suma de ocho personas ahí, la mesa estaba fría y en el techo había espejos y de un momento a otro solo hubo oscuridad. Hacía cinco años atrás cuando me preparaba para ingresar en otro quirófano, un simple proceso de rutina, no serían más de 40 minuto