Disputas, Relojes y Corazones

Hay prisiones sin barrotes y se puede dar azotes sin usar un látigo.
El quirófano era un espacio virgen, puro e inmaculado, detrás de mi cabeza estaba un hombre listo para mi muerte, aunque no la esperaba, en sus manos habitaba una jeringa que ya se me hacía familiar, la anestesia. Junto a él, su asistente tenía lista otras agujas más, suficientes para hacerme lucir como un erizo; los suministros necesarios para el procedimiento reinaban en la esquina superior izquierda. Hacia la derecha, una máquina les indicaba a todos que seguía con vida, ahí mis latidos y respiraciones eran cuantificadas en colores, si alzaba la cabeza para ver mis pies, los destellos de la luz reflejada sobre los instrumentos me daba en los ojos. En total, hacíamos la suma de ocho personas ahí, la mesa estaba fría y en el techo había espejos y de un momento a otro solo hubo oscuridad.
Hacía cinco años atrás cuando me preparaba para ingresar en otro quirófano, un simple proceso de rutina, no serían más de 40 minutos, cuando todos estábamos acostumbrados al pediatra, e incluso nos caía bien. Aprendí con los años que no todos pueden ni deben ser autorizados a decir la verdad, de hecho, aquellos que no sepan como hacerlo no deberían trabajar en un hospital.
Un papel que salió de una máquina gris que no me conocía de nada decidió decirme que me iba a morir, pero mi padres y yo, ignorantes de su idioma, no sabíamos qué decía aquel papel, así que, en un acto de caridad y altruismo, la enfermera decidió traducirlo de la manera más simpática que pudo: "la niña va a morir". No puedo recordar ese momento, pero desde luego que recuerdo lo que pasó después.
Desfilé, entré y salí, conocí muchos consultorios y salas médicas sin comprender qué me ocurría y dónde nadie entendía que a un niño no se le pueden explicar las cosas como si fuera un adulto. Ojalá los adultos comprendieran que los niños no son adultos en miniatura.
Vivía entre el cansancio y la incomodidad, y pronto empecé a notar que era diferente a los otros niños. No tenía un dedo de más, ni me faltaba un ojo, pero pronto vi que me estaba quedando atrás, cuando crecí lo suficiente para repetir lo que me pasaba les conté a todos que tenía un "Bloqueo Auriculoventricular de Trecer Grado" con una fluidez cautivable. Aunque lo repetía, no tenía la menor idea de lo que significaba; tal vez si lo fuese sabido no lo habría dicho con una sonrisa.
Con los años dar pasos era más cansado, y mejor ni hablemos de las escaleras, las uñas se ponían más moradas, los pies más fríos y los latidos más lentos, sin embargo nunca me desmayé, ni paré de caminar o de subir escaleras. Pero no puedo negar que imagino que para lo demás no debía ser tan fácil estar conmigo.
Para mis compañeros debía ser raro que una niña no jugara o corriera, para mis maestras tampoco. Aún me duele pensar lo que sentían mis padres, cuantos años pasaron sin dormir bien, pensando si al amanecer encontrarían a su hija muerta.
Cuando finalmente comprendí qué pasaba, la impresión llegó a mí turbando mis sentidos. Resulta que en mi corazón había una guerra constante sobre quién debía latir cuándo, es decir cada parte de mi corazón se movía cuando recordaba que para eso existía, sin ritmo ni constancia, creando dentro de mí una disputa entre lo que debía ser y lo que era, imaginé por mucho tiempo que a mi corazón le había dado amnesia, como un pianista que no sabe qué dedo poner en las teclas.
Y, según yo lo entendía, en cualquier momento, todos en ese pedazo de maquinaria podían hartarse un buen día de intentar establecer un ritmo, y alentarse poco a poco, hasta olvidar por completo su función y detenerse para siempre.
Desconcertados, mis padres se hicieron expertos en la materia y pronto la sorpresa pasó a ser rutina y cotidianidad durante varios años... pero eso acabó.
Juntos escuchamos la noticia de que el período de buena suerte había concluido (si es que alguna vez lo tuvimos); abatidos, la realidad de que era hora de saltar o encaramarse nos golpeó en la cara, y gracias a lo que mantiene al mundo en constante movimiento, existen pequeños árbitros diseñados para el cese de las hostilidades dentro de corazones como el mío que se introducen en la piel debajo de la clavícula y se conecta al sistema eléctrico del corazón. Desconcertados por el fin de la paz sorpresiva a la que habíamos estados acostumbrados, tocó moverse. Fuimos a dar en un hospital que parecía otro mundo, al parecer yo estaba viviendo en el lado amable de las cardiopatías congénitas, madres exaltadas de niños enfermos recibían talleres de resucitación infantil, e incluso mi madre tuvo que, por recomendación de psicólogos y trabajadores sociales de aquel raro lugar, a tomar un curso de duelo donde te informaban lo que podías hacer luego de un resultado fatalista, dónde comprar urnas pequeñas, cómo vivir con la muerte de un hijo y cosas así.
Llegar a aquel universo paralelo en el cual yo no necesitaba una silla de ruedas o tener una máquina que respirara por mí fue ambivalente, me sentía feliz porque no estaba tan mal, pero ver a aquellos niños, algunos a penas de meses, necesitar sustituir su corazón porque el suyo no poseía las características necesarias para seguir viviendo, era desconsolador, y a la corta edad de once años aprendí cómo los doctores llaman a todo aquello que no pueden curar: "incompatible con la vida"
Yo nunca paré de ser una rareza, nadie podía creer que me levantara sin desmayarme, que caminara sin caer, ni que se me borrara la sonrisa del rosto, pero lo que más hacía era hablar, adoraba hablar sin tomar aire y era imposible detenerme. 40 a 36 y luego 28 hasta que 17 latidos dio en un minuto mi corazón.
Nerviosa y asustada vi como mis padres firmaban un papel y caminé por un pasillo blanco en la soledad de mi compañía. Me recosté en aquel mundo intimidante, donde el metal helaba al contacto y me deje caer en las manos de aquellos seres inmaculados vestidos de blanco.
Para cuando desperté, miré hacia la ventana y entonces, agradecida, supe que el mundo seguía girando conmigo en él.
Nika Verduto 
2020

Comentarios

Entradas populares de este blog

La Bailarina en la Sala

Lluvia de Agujas

El Cepillo de Dientes