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Hambrienta

Abigaíl Morgan estaba sentada en aquel frío banco de madera, una gotera contaba los segundos que pasaban. Tik, tik, tik, tik y luego otro tik, y otro más sin parar. Ronald había sido separado de ella y, a pesar de que sabía que lo iban a regresar a la fría y sucia celda en la que se encontraban, podía escuchar sus gritos de dolor. Le rompían los huesos uno a uno, tenían 28 oportunidades solo en los  dedos  de las manos para hacerlo confesar un crimen que no cometió. Brujería, eras brujo si tenías un gato, una escoba y un sombrero. No había que volar, ni hacer encantamientos; bastaba con saber calmar la fiebre y crear fuego sin leña para ser acusado de brujería. Ronald sabía los remedios tradicionales de la tribu nativa a la cual su abuela había pertenecido. Ka’kuinet le enseñó a Ronald a usar cebolla para las quemaduras, sábila para la resequedad, bicarbonato para la acidez, miel para las cortadas, suturas y cauterización. Usaban esos conocimientos para ayudar a los demás miembros de l

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